domingo, 16 de febrero de 2014

Helados - Carlos Marianidis

  
   La señora Heredia llevó a sus hijos a la plaza. Durante horas, al calor del sol, Hugo y Horacio jugaron a la pelota, se hamacaron en el arenero y corrieron carreras entre los árboles.  
A la vuelta, los dos estaban cansados y sedientos. Entonces vieron, a lo lejos, una figura enorme: un gran triángulo amarillo de dos metros de alto. Era angosto y apuntaba hacia abajo. Pero lo más interesante estaba arriba, donde brillaba un redondel rosado y blanco.
- ¡Helados, ma! ¡Allá hay helados! –gritó Horacio.
- ¡Sí, mamá! ¡Vamos a tomar helados! –lo imitó Hugo.
  Los dos se colgaron del vestido de su madre por media cuadra, hasta que la convencieron.


  Mujer y niños se acercaron al mostrador. Los atendió un hombre vestido como hindú, todo de blanco
- ¡Buenas tardes! ¿Qué sabor quieren?
- Frutilla con chocolate –dijo Horacio.
- Limón y banana –dijo Hugo.
   Los dos miraron cómo el hombre destapaba cuatro latas distintas. Cada vez que lo hacía, brotaba un frío vapor blanco que se le subía a la cara. En un minuto, dos cucuruchos estuvieron llenos. Después, la madre pidió el suyo.
   La señora Heredia estaba contenta de ver a sus hijos sentados a la mesa, listos para disfrutar sus helados. Pero, en ese momento, empezó una discusión.
- ¡Yo quiero ese! –lloriqueó Hugo, el menor, señalando a su hermano.
   Horacio, risueño, se relamía con su lengua sumergida en chocolate.
   La madre lo miró, sin entender.
- ¿Cómo que quieres ese...? ¿Por qué justo ese? ¿Acaso no te preguntó el señor qué sabor querías...?
- Sí... –respondió Hugo-. ¡Pero el de Horacio tiene dos colores! ¡Y el mío, uno solo!
   Horacio levantó los hombros. Y le respondió a su hermanito mientras reía sin parar.
- ¡Porque el limón y la banana son amarillos! –dijo, burlón.
   La mujer apoyó la cara entre las manos. Se quedó así, mirando a sus hijos. Luego, le dio a Hugo su propio helado blanco y verde de ananá y menta. Al final, se tomó ella el helado amarillo, aunque el sabor ácido era lo que menos le gustaba.
   Y mientras sus hijos se reían por la cara fea que ponía al probar el limón, la señora Heredia pensaba...
- ¡Qué paciencia tenemos las madres!

(c) Carlos Marianidis
Buenos Aires

El niño de la sequía - Manuela Bodas Puente


La lluvia se abre en el silencio acumulado de la noche.
Desde mis manos se extienden los quejidos
de todos los desaparecidos de la tierra.
De todos los que han pagado con su piel,
un futuro amargo,
en las esquinas de otras tierras.
En cada esquina un jirón de piel con hiel,
cóctel  que bien batido con hielo picado,
tan solo cuesta un…, mira para otro lado.
En cada esquina un jirón de piel con hiel,
un terrón de sangre acumulando muerte,
la moneda más corriente
del pobre.
La lluvia, que enfría las entrañas de la agonía,
me recibe en otro continente,
como si fuera un extraño,
a mí, que llevo siglos
dando la vuelta al pecado.
El pecado, ese planeta pesado,
instalado en las venas del egoísmo,
que construye leyes,
sentencia superioridades,
y se levanta como un gigante
sobre sus propias criaturas.
Sin embargo yo,
me declaro inocente de no tener nombre,
de no ser más que una piedra
en mi propio camino.
Ahora que he llegado a la polución y a la ruina,
quiero volver al origen,
al niño de la sequía,
a los pechos secos de mi madre.



En mi tierra al menos, el polvo no albergaba
falsas esperanzas,
ni tenía un reloj de pulsera
que me indicara,
cuántas horas de invida
me quedan todavía.
El niño de la sequía.
Así me llamaban en el poblado,
porque milagrosamente, sobreviví a todos los niños
que habían nacido en aquel año,
donde el agua,
se evaporaba hasta de las lágrimas.
Ahora soy el hombre de la sequía.
Aquí no existe para mí la magia de la risa,
todos caminan cabizbajos y suspicaces,
con las manos en los bolsillos, sujetando
sus propios sufrimientos,
o calentando sus errores.
Aquí la vida es desierto,
nadie se para a plantarle cara al agujero
de la soledad.
Un agujero tan grande que está abduciendo
las almas como si fueran diminutas golosinas.
Aquí no soy el único pasajero,
todos son errantes figuras en un desierto sin sueños.
Son esqueletos de risas, vuelos sin golondrinas.
Me vuelvo a mi pueblo,
al menos en mi aldea,
quedan hermosas manos
que tejen cuentos,
que amasan casas,
que alimentan a besos.

(c) Manuela Bodas Puente 
Veguellina de Órbigo
León
España

¿Quién soy yo? - Manuela Bodas Puente


¿Quién soy yo? Soy un trozo de universo.


Formo parte de la piedra, de la flor,
del polen que transporta la abeja en su seno.


¿Quién soy yo? Soy escama, pan, viento.


Aún me quedan muchas luces que palpar.
Aún no me atrevo a respirar por mis branquias,
pero puede que en cualquier segundo
feliz y amable, lo consiga.


¿Quién soy yo para que la tierra,
me haya acogido como su mejor estrella?


Puede que sea hija del sol, del mar, del viento,
o simplemente un pequeño átomo-milagro,
que ha llegado de un nuevo océano.
Aún me quedan muchas ganas de vibrar,
de volar con mis alas de bello insecto.


¿Quién soy yo? Soy un trozo de desierto,
donde la arena crece con mi pequeño grano.


En el cristal de la noche, aún se refleja el aliento
que me llevó al penúltimo viaje.
De él volví zigzagueante, como ráfaga de tiempo.
Volví sintiendo en la garganta, el nudo
que me ata al inicio.
El nudo que me ata a la nada y…., otra vez al principio.


¿Quién soy yo para que se sucedan en mis manos,
las estaciones violentas del camino?


Soy cristal, desierto, arrullo, voces.
Soy lengua de carne en la violenta elipse
de la piel desnuda. Puede que sea caricia,
paso en falso sobre mi tumba del ayer.
A veces, me da por recordar las huellas
de una mariposa que se convirtió en piedra.
Y me agarro a ella, a la piedra, para adherirme
a todas las alas que han dibujado mis siluetas,
a todas las alas que me han dotado de presencia.


¿Quién soy yo? Si alguien lo sabe, que me nombre.

(c) Manuela Bodas Puente - Veguellina de Órbigo

León

España